¿SOBREVIVIR O PROFETIZAR?

THOMAS  MERTON JEAN LECLERCQ

¿SOBREVIVIR  O  PROFETIZAR?

Editadas por el Hno. Patrick Hart, ocso
Prólogo del Arzobispo Rembert Weakland, osb

FARRAR, STRAUS AND GIROUX
NEW YORK

VIACELI – PASCUA 2003
SANTA ANA, 11 JULIO
 

P R Ó L O G O

 

Tratar de descubrir las razones del florecimiento del monacato después de la II Guerra Mundial, tanto en los Estados Unidos como en otras partes del Nuevo Mundo, conlleva estudiar los numerosos escritos de sus mentores en este período. Entre ellos se encuentran Thomas Merton y Jean Leclercq, ocupando un lugar de privilegio. Merton, Cisterciense, se mantuvo siempre enclaustrado en su monasterio de Kentucky; Leclercq, Benedictino, viajó a lo largo y ancho del mundo. Con todo, ambos estuvieron en estrecho contacto con los acontecimientos monásticos de su tiempo a nivel mundial y los dos influyeron en el pensamiento y aspiraciones de los monjes de su tiempo. Para el gran público de Estados Unidos Merton es el más conocido. Sin embargo, viendo su correspondencia uno puede darse cuenta de su trato trato diferente hacia Leclercq, que era sólo cuatro años mayor que él, pero mucho más conocido entre los estudiosos y en los monasterios de África, Asia y Europa.

Jean Leclercq se dirigió a muchas personas y a todos los lugares del globo; todos  acudían a Getsemani para ver a Thomas Merton. Viendo las cartas aparece con toda claridad que estos dos hombres siguieron itinerarios similares y tuvieron las mismas aspiraciones para el futuro del monacato.

Fui elegido Abad Primado de la Orden Benedictina en 1967, misión que requiere viajar mucho y asistir a muchas conferencias sobre el futuro del monacato. Por eso traté a Jean Leclercq durante muchos años. La primera ocasión que tuve de conocer a Merton personalmente fue en Bangkok en 1968, un encuentro que reunió a Merton y a Leclercq y que fue el momento de la inesperada y repentina muerte de Merton. Leclercq era de los dos quien mejor se daba a conocer y con quien se conversaba más gratamente. Fue un extrovertido encantador, no muy complicado psicológicamente, y conversador con todo el mundo y de todo. Su inglés era bueno, aunque con un poco de acento y estilo francés. A veces podía resultar brusco; pero nunca rudo. Como los monjes de la Edad Media, a los que estudió asiduamente, parecía  ver en ese saber tan sólo un sistema de conocimiento en el que fundamentaba sus intereses a propósito de la renovación del monacato contemporáneo. No tenía “complejo de autoridad”, y con relación a mí, sabiendo incluso que yo era la cabeza visible de su Orden, puedo decir que siempre era una delicia estar con él.

Merton era un poco más difícil de conocer; bastante complicado psicológicamente, lleno de preocupaciones interiores a propósito de su papel público y su vocación monástica; y aunque escribió muchísimo sobre su vida interior espiritual y manifestó sus opiniones sobre muchas cosas, era mucho más reservado al hablar, al menos en relación conmigo, persona con autoridad.

Lo que ambos tenían en común era sugusto por la escritura. Produjeron  un caudal enorme de libros y artículos durante varias décadas. Ambos escribieron muchas cartas. ¡La producción de Leclercq alcanza en torno a ciento sesenta temas! Merton escribió diarios; Leclercq no. Se conservan muchas notas de Leclercq escritas durante sus repetidas visitas a África y Asia, pero no fueron pensadas para ser publicadas, aunque eran como diarios -acaso menos personales y más “objetivas”-. Leer las cartas de Leclercq es como situarse en un observatorio privilegiado que abarca la vista de cada personaje y de cada lugar en el mundo monástico de su tiempo.

   ¿Qué caracterizó a este nuevo florecimiento del monacato en el periodo posterior a la Guerra, y qué es lo que le dio semejante ímpetu nuevo y vibrante?

La renovación monástica posterior a la Guerra se vio revitalizada, en primer lugar, por el “retorno a las fuentes”. Esta renovación no consistió en un rechazo completo de la renovación monástica anterior, la del siglo XIX; pero no se apoyó explícitamente en los “maestros” de aquella primera renovación. Cristo ideal del monje, de Dom Columba Marmión, y el Comentario a la Regla de san Benito de Dom Paul Delatte, no cayeron en el olvido; pero, como vemos al leer las cartas de Merton y Leclercq, estos libros no fueron considerados una fuente común de renovación, aunque eran bien conocidos en todos los monasterios de tradición francesa. Los escritores monásticos alemanes del siglo XIX y de la primera mitad del XX  –por ejemplo, Ildefonso Herwegen (+1946), Odo casel (+1948) y Anselm Stolz (+1942)- fueron muy famosos, pero luego más o menos ignorados, como lo fueron los notables trabajos históricos de David Knowles en Inglaterra.

Más bien, la fuerza que estaba detrás de la dirección de la renovación monástica de la postguerra era el retorno a las fuentes más antiguas, a los orígenes del monacato del período patrístico y a san Bernardo y a la reforma Cisterciense del siglo XII. Merton y Leclercq tenían intereses comunes en estas fuentes y vieron en ellas el eje de las reformas monásticas de su época. Así, pues, fácil  y apasionadamente compartieron en su correspondencia aspectos inéditos de la vida y personalidad de Bernardo y nuevas percepciones e investigaciones del primitivo ideal Cisterciense sobre la comunidad, la soledad, la Regla y demás aspectos. Abordaron la historia desde la misma perspectiva: como una fuente viva de renovación de la vida monástica de su tiempo. Tenían la esperanza de que los ideales monásticos de los días de Bernardo podrían ser reasumidos en el siglo XX y sintieron que eran absolutamente necesarios para cualquier revitalización del monacato.

Merton y Leclercq no fueron los únicos que pensaban así. Para captar la fotografía completa de la renovación monástica de la segunda mitad del siglo XX, habría que añadir a la lista de autores monásticos significativos al admirable estudioso Adalbert de Vogüé, osb. Sus voluminosos trabajos sobre la Regla de san Benito y sus precedentes históricos fueron también otra fuente para este nuevo florecimiento. Monje de la Pierre-qui-Vire, de Vogüé enseñó durante muchos años en el Instituto Monástico de San Anselmo, en Roma, y allí, con Leclercq, ejerció su influencia sobre varias generaciones de monjes a lo largo de la segunda mitad del siglo XX.

Merton y Leclercq  eran muy versados en los Padres Latinos; pero admitieron sus deficiencias en cuanto al conocimiento de los escritores monásticos griegos. Esta laguna en la renovación monástica de la postguerra fue rellenada por los magistrales escritos de Jean Gribomont, osb, un cohermano de Dom Leclercq y también profesor de San Anselmo por aquel tiempo. Los numerosos estudiantes que fueron adoctrinados por Leclercq y estos magníficos maestros, al volver a sus monasterios dispersos por todo el mundo, llevaron consigo la idea del retorno a las fuentes originales -un resurgimiento-, idea que había guíado la reforma monástica desde entonces. Merton y Leclercq fueron parte de este amplio movimiento y tuvieron la ventaja de tener grandes convicciones sobre cómo trasladar los ideales de estos primeros períodos del monacato a los tiempos actuales.

Otra influencia vital sobre la renovación monástica posterior a la II Guerra Mundial fue el monacato asiático. Leclercq tenía una gran curiosidad y estaba familiarizado de una forma general y práctica con las tradiciones monásticas de Asia (Budistas, Hinduístas y demás); Merton tenía un conocimiento teórico más profundo, pero le faltaba el contacto con la tradición viva del monacato asiático. Por esto fue para él tan importante su viaje a Asia en 1968. Sus encuentros con monjes tibetanos en Dharamsala, con monjes budistas de la tradición Theravada en la India, y después con monjes católicos de Asia fueron fruto de un diálogo que él había mantenido interiormente y a través de sus escritos durante más de una década. El diálogo ha continuado tanto en Oriente como en Occidente y, debido a esta iniciativa, ha llevado a los monjes de Occidente a estudiar mejor las fuentes contemplativas de su tradición con el deseo de compararlas con las  de Asia. Pero la persona a quien se debe en mayor medida la convergencia de ambas tradiciones no fue Merton –no vivió lo suficiente para hacerlo- sino Dom Bede Griffiths (+1993), que vivió en su propio ashram la mezcla de las dos corrientes de monacato, oriental y occidental, y que, además, dejó una gran influencia en muchos otros monjes de Occidente. Gozaba de una autenticidad hacia sí mismo que provenía de su propia experiencia, algo que no alcanzaron ni Merton ni Leclercq.

Leyendo la correspondencia entre Leclercq y Merton uno se queda sorprendido al contemplar la influencia que los monasterios jóvenes de África estaban ejerciendo en la renovación monástica de Occidente. Yo puedo certificar personalmente las descripciones ofrecidas por Leclercq. Durante los muchos viajes que hice a África y a los nacientes monasterios de allí, sentía que volvía a los primeros días del monacato primitivo. La Regla de san Benito podía ser practicada allí sin apenas adaptaciones, y sin comentarios o “apostillas”. Esta vuelta a la sencillez y simplicidad continuó influyendo en la renovación monástica hasta el siglo XXI.

Tanto Merton como Leclercq  aceptaron sin complejos lo mejor que había en la exégesis bíblica moderna, utilizándola como complemento de sus investigaciones patrísticas y medievales. Para muchos monjes los nuevos estudios bíblicos fueron un fenómeno importante de la postguerra, una ayuda para “volver a las fuentes”. El redescubrimiento de la lectio divina benedictina  -espiritualidad enraizada en la oración que se manifiesta y florece en una atención centrada en los textos escriturísticos-  no se vio teñido de rechazo a las investigaciones bíblicas modernas provenientes de la crítica histórica y de la historia de las formas, es decir, de un nuevo conocimiento de cómo habían sido redactadas las Escrituras, su composición a partir de diversos fragmentos y a veces de fuentes contradictorias. Muy al contrario, estos descubrimientos fueron integrados dentro del ambiente monástico, produciendo una espiritualidad más informada bíblicamente.

Se podría decir lo mismo acerca de cómo utilizaron los avances en materia de psicología. Merton particularmente -quizá por razón de su tarea de maestro de novicios en Gethsemani, lo que dejaba en sus manos la formación del carácter de los nuevos monjes-, estaba muy familiarizado con estos descubrimientos y los aplicó ampliamente en su espiritualidad y en sus escritos. Ningún autor es anticientífico o antimoderno per se. Quizá esta es una de las razones por la que ambos resultaron tan atractivos para las generaciones más jóvenes en los años 60 y 70. La crítica que hicieron de la cultura moderna tenía que ver más con su falta de valores profundos y duraderos que con los avances científicos, que ambos reconocían y acogían con agrado.

Tanto Merton como Leclercq vieron la ventaja de que la Iglesia renovara la vocación al eremitismo, tan característica del monacato cristiano en los primeros días de la Iglesia, pero que luego quedó como fenómeno marginal. La reaparición del eremitismo después de la Guerra les  parecía a muchos un fenómeno extraño. Merton particularmente se sintió malinterpretado siempre que mencionó su deseo de vivir como ermitaño entre los Camaldulenses de Europa o en una simple ermita en los bosques de la Abadía de Gethsemani. Leer las dificultades que encontró Merton para realizar su vocación dentro de su propio monasterio puede resultar un poco tedioso; pero es una parte muy significativa de la renovación monástica y de sus raíces más patrísticas. Aunque Leclercq no tuvo disposición ni deseo de vida eremítica, la apreciaba mucho, influenciado por su honorable Abad de Clervaux, Dom Jacques Winandy. Leclercq defendió esta vocación ante altas  instancias y contribuyó a cambiar la actitud de muchos Abades al respecto. Su trabajo no quedó sin frutos. La posibilidad de vida eremítica fue tratada favorablemente en el Nuevo Código de derecho Canónico (1983), y en todo el mundo pueden encontrarse ahora ermitaños católicos.

Finalmente, ambos autores, pero especialmente Merton, vieron el papel que jugaban en todo esto como un testimonio profético. Quizá el aspecto más atractivo de Merton sobre la renovación monástica fue su interpretación de la fuga mundi (huída del mundo) no como una retirada autosuficiente y egoísta de las pruebas y problemas del mundo que le rodeaba, sino como un “distanciamiento monástico” que sirviera de ayuda para aportar un cambio positivo a la sociedad contemporánea. Sus críticas a los Estados Unidos y a la cultura de su tiempo son acerbas y en consonancia con los profetas antiguos. Se sintió libre para hacer estos juicios, tanto por medio de su vocación monástica como por el desapego de la vida mundana que se le ofrecía. Leclercq fue menos propenso a juicios negativos; pero no se privó de críticas agudas e inflexibles a la cultura europea y al monacato europeo en particular.

La postura profética fue uno de los aspectos más permanentes y más atractivos de la renovación monástica en la última mitad del siglo XX; y ambos, Merton y Leclercq, sabedores de que la tradición cristiana monástica surgió primeramente como una forma de testimonio profético contra la  Iglesia mundana, la emplearon como un testimonio que debía ser extendido a la Iglesia de sus propios días. Sabían que los primeros monjes habían sentido la imperiosa necesidad de denunciar ante la Iglesia la tendencia de ésta a plegarse a  las exigencias del Imperio y su búsqueda de poder y prestigio; y deseaban ofrecer este testimonio mediante su propia vida. La pasión de muchos jóvenes candidatos a la vida monástica, como también como la de muchos laicos que buscaban valores espirituales más profundos en la vida ordinaria, demuestran el gran atractivo de este tipo de ejemplos, especialmente cuando tal atractivo es descrito por un escritor del calibre de Merton.

La publicación de las cartas de Jean Leclercq en el verano de 2000 y los volúmenes finales de los diarios completos de Thomas Merton en 1998 constituyen una prueba suficiente de que todavía hay un vivo interés por las obras de estos dos insignes monjes, su pensamiento, sus aspiraciones, su profundo amor por el ideal monástico, y sus proyectos de renovación en nuestros tiempos. Es por lo tanto muy oportuno que la correspondencia entre ellos vea también la luz del día. Está muy claro que su influencia se ha mantenido durante este nuevo siglo y perdurará.


ARZOBISPO REMBERT G. WEAKLAND

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